Comparto el texto completo de Federico Falco para la presentación que hicimos en Buenos Aires de “La sangre de la aurora”. Una parte es incluida como contraportada de la edición argentina que será publicada por Portaculturas.
“No son pocos los historiadores del arte que coinciden en señalar el modo en que la aparición de la fotografía, a mediados del siglo XIX, liberó a la pintura de su mandato mimético, de su obligación de ser copia fiel de la realidad. Esta es una de las causas señalan, que posibilitaron la aparición del impresionismo, de la mirada subjetiva, de la pincelada superpuesta y compleja, que no delimita formas sino que crea volúmenes a partir de lo añadido, de lo imbricado, de lo que se combina en un otro lugar que no es el lienzo, sino el puro ojo de quien contempla.
Traigo esta idea no por pura arbitrariedad, sino porque una escena (diría una escena crucial, pero son muchas las escenas cruciales en esta novela de Claudia Salazar Jiménez) me hizo recordar algo de aquello.
Mel, una fotógrafa limeña, oriunda de la “ciudad de la garua”, lesbiana y con contactos fluidos, gracias a sus amigas, con el poder gubernamental, decide subir a la sierra de Ayacucho para fotografiar los enfrentamientos entre el ejercito y la guerrilla de Sendero Luminoso. Y, sobre todo, para fotografíar el campesinado, víctimas en disputa entre los dos bandos. Al llegar a un pueblo, después de una matanza, se encuentran con “hogueras humeantes” y “el olor a piel derretida –nos / los- atraviesa”. Y Mel no puede mirar. Deja que la cámara – que la máquina, que la tecnología seca, fría, pero precisa, sin sentimientos ni sentidos- sea la única testigo. No puede mirar y, sin embargo, sabe que su mirada, su presencia allí es necesaria, porque la cámara sola nunca podrá captar el horror en toda su complejidad, en toda su maraña. “Cómo puedo hacer que el olor se impregne en la foto”, se pregunta Mel. “Mil tomas no bastan. Kilómetros de rollo no alcanzan.”
Algo de este enfrentamiento con lo inasible, con lo inenarrable, estoy seguro, ha teñido la batalla que Claudia libró al escribir esta novela. Porque ella ha comenzado a escribir parada en el punto justo donde los límites de la objetividad periodística o histórica, y donde los propios límites de las tecnologías de la imagen, muestran su debilidad.
Y vuelvo a Melany, mientas contempla a sus fotografías, ya reveladas: “parecían cortadas, como si reclamaran salir del marco, obligando a prolongar las miradas de las mujeres, de los hombres, de los niños contenidos entre esas cuatro líneas. Ahí está la del pueblo envuelto en la humareda. Ese olor que jamás me soltará. Son fotos que empujan a mirar fuera del encuadre, a revelar todo eso que aún no se había podido capturar. ¿Cuánto queda fuera del marco? ¿Qué historias se escaparán?”
Esas historias –individuales, subjetivas, azarosas- son las que Claudia se encarga de atrapar, o por lo menos, de intentar atrapar. Usando el lenguaje como pinceladas impresionistas, va dejando que sobre el lienzo de la novela se superpongan las voces, las sentires, los motivos y los dolores de cada uno de sus personajes. En algunos casos, se ve obligada a llevar el lenguaje a su propio límite, a tensionarlo y torsionarlo, a estrujarlo en pos de que diga lo que todos sabemos que no se puede decir, simplemente porque está en territorio más allá del lenguaje. Para subsanar la imposibilidad, apuesta al contraste y la acumulación, a capas sobre capas, a motivos sobre motivos, para que sea en las pupilas del lector donde cuaje la complejidad de la imagen, del conflicto del que quiere dar cuenta.
A esa apuesta por narrar el horror, y en esa exploración de los propios límites del lenguaje, le sale al cruce la historia política del Perú: guerra, guerrilla y revolución, en las voces de tres mujeres de bandos diferentes, de procedencias diferentes, y motivaciones diferentes, formando un crisol que al mismo tiempo las diferencia y las unifica.
Marcela, una profesora universitaria que deja atrás a su marido y su hija para unirse a Sendero Luminoso, es la que dice: “Lo femenino es el origen de todo. Lo femenino es fermento, magma, depuración y creación. La aurora que se levantará cuando la revolución esté completa”.
La campesina Modesta, que hurguetea en el lenguaje arcaico y sabio hasta volverse poética, que se hace tierna en el diminutivo y en su sencillez, es la resignación del oprimido, que engendra a una nueva generación, hija de la violencia y el odio. Modesta nunca podría dejar de ser madre. “¿Qué iba a hacer? Es pequeñita. Qué sería de su vida sin mí, acaso una pampa sin animales, un río triste, un cerro pelado. Salió de mí”.
Y Melany, que no sabe qué hacer con lo que vio y sufrió, que huye a Paris, a los brazos de su amante artista (el único lugar para el arte, en esta novela, parecería estar lejos, en el snobismo Parisino, en lo aséptico) sólo para regresar a seguir bailando en el Kraken, en una discoteca limeña, como si nada se entendiera.
Las tres mujeres, las tres hebras de esta trenza, tres trenzas que también podrían ser lenguaje, cuerpo y política, se unen, se tocan y se intercambian. Un gesto las iguala: las tres, más allá de ser detonantes o víctimas, idealistas o desencantadas, madres amorosas o desapegadas, terminan unidas, replicadas en su ser receptáculo de la violencia simbólica y, sobre todo, de la violencia real, fálica. La violación como castigo y como tortura. Los motivos son diferentes, pero el sufrimiento de las tres es el mismo, replicado hasta volverlas indiscernibles, tratadas como sobras, carne sin identidad, cuerpo sin sujeto, restos que se desechan para que aprovechen los subordinados: “Siga usted, soldadito, complete el trabajo, complételo. Ahora vas a ver lo rico que es que te la meta un Sargento por detrás, ya nunca más vas a hablar (…)”
Lo que Claudia hace, lo que esta novela hace, es justamente, hablar. No resuelve, no expone en negros o blancos, ni siquiera apuesta a la grisura. Va más allá: la superposición de color, la superposición de manchas, de pinceladas cargadas de subjetividad, de temblores, de dolor, pero también de decisión, de venganza, de ansias de poder, de deseo.
En la historia clásica de la narrativa ocupa un lugar preferencial la definición que dio Stendhal de la novela realista como “un espejo que se carga a lo largo del camino y que refleja lo que se recorre”. La metáfora del camino vale aquí, en tanto lo que Claudia hace en esta novela es desandar aquel supuesto sendero luminoso que conduciría a la revolución, recogiendo los restos, las ruinas de una ideología, pero también de una creencia en el lenguaje y en el poder de la narrativa para dar cuenta de lo que atraviesa. El espejo, desde la crisis del lenguaje, a principios del siglo XX, no sólo se ha mostrado incapaz de hacerlo, no sólo se a agrietado hasta desaparecer. La tecnología también lo ha hecho, la cámara fría (el “soy una cámara” de Christopher Isherwood) nunca podría captar esta complejidad. Sólo queda el cuerpo, la batalla cuerpo a cuerpo de quien narra y apuesta por abismarse en la complejidad: sobre el cuerpo del narrador, en el recorrido de escribir esta novela, seguramente se han impregnado todas las luces, todos los olores, que ninguna novela podría traernos. Entonces, lo que aflora es el cuerpo testigo, aunque sea vicario, y la lectura como un virus que contagia.
A partir de la lectura de La Sangre de la Aurora es también el cuerpo del lector el que queda impregnado.”
Federico Falco